sábado, 1 de noviembre de 2014

Infinito

Como guiada por un ser invisible, su mano, con un lápiz entre los dedos,  comenzó a deslizarse suavemente de un lado a otro del papel creando garabatos sin sentido. Aunque debía  relajarse y concentrarse, Elena,  que mantenía  los ojos cerrados, intentaba adivinar por el movimiento de su mano, las letras que ésta podría estar escribiendo. Ansiosa esperaba el instante de abrirlos.  Imaginaba como ante ellos hallaría un texto con decenas de renglones, inspirados por un fantasma.

Aquella tarde, Elena había leído por internet un artículo sobre personas que tenían la facultad de entrar en un  trance que permitía a los espíritus, sirviéndose de sus cuerpos, escribir un mensaje en un papel. A esas personas les llamaban médium canalizadores y se estaban refiriendo a una forma de espiritismo llamada escritura automática.

-¡Genial!- pensó Elena –Viniendo de fantasmas, seguro que debe ser algo inquietante-.

Llevada por su curiosidad adolescente, se pasó el resto de la tarde elaborando un plan para hacerlo a escondidas. Aquella noche, tras cenar con sus padres, se retiraría pronto a su dormitorio excusándose en el examen del día siguiente. Tras recordar   que casi todas las películas de terror transcurrían de noche o en la oscuridad, pensó que para atraer a un mayor número de espíritus, tendría que hacerlo a media luz.  Sopesó la idea de  dejar encendido  tan sólo su pequeño flexo de estudio, pero finalmente decidió que la penumbra de una vela sería más adecuada. La busco en el mueble donde su madre las guardaba, escogió una blanca, la más gruesa,  y la colocó  junto a  unos folios en blanco y un lápiz encima de su escritorio.  Todo preparado, sólo faltaba el momento de hacerlo.

Elena continuaba sentada con las piernas cruzadas sobre la silla de oficina.  Sus padres le habían recriminado en cientos de ocasiones aquella posición que encorvaba su espalda, pero su vieja costumbre reaparecía cada vez que se sentaba. Aquella postura le hacía parecer  más pequeña de lo que ya era. No quería que la tensión de sus músculos, impidiera al fantasma escribir a través de ellos, por eso a pesar de ser diestra, eligió su brazo izquierdo como herramienta. – Este brazo inútil le facilitará el trabajo al fantasma-.  Lo dejó caer sobre la mesa sin que éste llegara a rozarla. Con sus dedos pinzó  suavemente el lapicero cuya punta de grafito era el único punto de apoyo  entre ella y el folio.

Con los ojos cerrados, ensimismada en sus fantasías fantasmales y en sus mensajes secretos, notó como su mano, sin responder a sus órdenes, se desplazaba ligeramente. -¡yo no he sido, el lápiz se ha movido sólo! -exclamó entusiasmada. Trató de averiguar por la trayectoria de su mano, qué estaría escribiendo, aunque le resulto imposible.  Por los minutos que habían pasado y por el desplazamiento del lápiz de un lado a otro del papel, intuyó que ya no cabría en el arrugado folio ni una sola coma. Expectante abrió los ojos. -¿Pero qué es esto? Todo está lleno de rayones y garabatos ilegibles. ¿Es que los fantasmas no saben escribir?- refunfuñó desilusionada.

Respiró profundamente, cerró los ojos de nuevo  y  evocó en voz  alta a cualquier  espíritu que quisiera manifestarse. Sin hacerse esperar, los movimientos de su mano tomaron tal velocidad y fuerza que su curiosidad se torno en pánico. Una mano invisible apretaba tan  fuertemente la suya contra  el lápiz, que éste hubiera perforado el papel  de no ser por la sólida madera de la mesa.  Sentía como su mano repetía violentamente, una y otra vez, el mismo patrón. Aterrorizada,  abrió los ojos y su mano se detuvo en seco.  En aquel papel, apareció remarcado varias veces sobre sí mismo el símbolo del infinito.

Con la boca seca, el corazón agitado,  y sus manos temblorosas, encendió la luz. Se acostó en la cama intentando  tranquilizarse a  sí misma como si fuera otra persona quien lo hiciera.
-        ­Elena, no ocurre nada- pensaba en silencio. – Esas cosas  de fantasmas sólo ocurren en las películas. Lo más lógico es que tu inconsciente te haya jugado una mala pasada. Tal vez, fuera tu propio deseo de vivir experiencias nuevas y de enfrentarte a lo desconocido, lo que produjo el movimiento de tu mano. No tienes de qué preocuparte-.

Un poco más relajada,  intentó conciliar el sueño. –Seguro que mañana ya habré olvidado todo- se objetó.  Se giró sobre sí misma y  aún en el negro de la noche, se vio reflejada en el gran espejo que recubría las puertas de su armario.  Miró con atención a aquel espejo ante el que se acicalaba cada día y  un extraño  rayo escalofriante, que le advertía de algún peligro, recorrió  su cuerpo. - ¿y si al mirarlo viera en él a algún fantasma?- se preguntó angustiosa- me moriría del susto-. Aquello la mantenía en vela. –Mejor será que me levanté y abra esas dichosas puertas- murmuró entre dientes. – Siempre será mejor ver mi ropa colgada que ver a un posible fantasma-. A oscuras, se levantó de un brinco  y dio varios pasos antes de llegar hasta ellas.  Fue justo entonces cuando delante del espejo, con la mano ya extendida para tirar del pomo, sintió un aire helado en su nuca. No le  había dado tiempo a exclamar su asombro, cuando al inspirar, un aire hediondo impregnó sus mucosas.  Alguien se encontraba a sus espaldas. Tal vez fuera el  sexto sentido, pero sin verlo supo, sin ningún tipo de dudas, que era un hombre. Un hombre moreno con barba hirsuta y ojos furibundos que la horadaban hasta lo más profundo de su ser. Un hombre que deseaba descargar  sobre ella un odio atroz.

En su desesperación salió de su habitación y corrió por el largo pasillo que la separaba hasta el salón donde se encontraban sus padres. ¿Qué te pasa, Elena? Estás muy pálida– farfulló la madre, mientras se levantaba preocupada de su sillón verde. –Nada, mama. Sólo he tenido una pesadilla- mintió Elena, ocultando lo sucedido. -¿Podría quedarme a dormir esta noche con vosotros?-. – Claro, cariño, pero sólo por esta noche- le respondió su madre dulcemente mientras le acariciaba el cabello.


Amaneció y Elena se levantó con cierto optimismo. Los primeros rayos de sol parecían haber derretido aquella maldita noche. Suspiró aliviada. Como cada mañana, se metió en la ducha, y mientras se relajaba bajo el chorro de agua caliente, un dedo invisible aprovechaba el vaho de la humedad para dibujar en el espejo el símbolo del infinito. Para aquel hombre de barba hirsuta y ojos furibundos, el juego acababa de empezar.

Cristina Candela