Como guiada por un ser invisible,
su mano, con un lápiz entre los dedos,
comenzó a deslizarse suavemente de un lado a otro del papel creando
garabatos sin sentido. Aunque debía
relajarse y concentrarse, Elena, que mantenía los ojos cerrados, intentaba adivinar por el
movimiento de su mano, las letras que ésta podría estar escribiendo. Ansiosa
esperaba el instante de abrirlos. Imaginaba como ante ellos hallaría
un texto con decenas de renglones, inspirados por un fantasma.
Aquella tarde, Elena había leído
por internet un artículo sobre personas que tenían la facultad de entrar en un trance que permitía a los espíritus, sirviéndose
de sus cuerpos, escribir un mensaje en un papel. A esas personas les llamaban
médium canalizadores y se estaban refiriendo a una forma de espiritismo llamada
escritura automática.
-¡Genial!- pensó Elena –Viniendo
de fantasmas, seguro que debe ser algo inquietante-.
Llevada por su curiosidad
adolescente, se pasó el resto de la tarde elaborando un plan para hacerlo a
escondidas. Aquella noche, tras cenar con sus padres, se retiraría pronto a su
dormitorio excusándose en el examen del día siguiente. Tras recordar que
casi todas las películas de terror transcurrían de noche o en la oscuridad, pensó
que para atraer a un mayor número de espíritus, tendría que hacerlo a media
luz. Sopesó la idea de dejar encendido tan sólo su pequeño flexo de estudio, pero
finalmente decidió que la penumbra de una vela sería más adecuada. La busco en
el mueble donde su madre las guardaba, escogió una blanca, la más gruesa, y la colocó junto a
unos folios en blanco y un lápiz encima de su escritorio. Todo preparado, sólo faltaba el momento de
hacerlo.
Elena continuaba sentada con las
piernas cruzadas sobre la silla de oficina.
Sus padres le habían recriminado en cientos de ocasiones aquella
posición que encorvaba su espalda, pero su vieja costumbre reaparecía cada vez
que se sentaba. Aquella postura le hacía parecer más pequeña de lo que ya era. No quería que la
tensión de sus músculos, impidiera al fantasma escribir a través de ellos, por
eso a pesar de ser diestra, eligió su brazo izquierdo como herramienta. – Este
brazo inútil le facilitará el trabajo al fantasma-. Lo dejó caer sobre la mesa sin que éste llegara
a rozarla. Con sus dedos pinzó suavemente el lapicero cuya punta de grafito
era el único punto de apoyo entre ella y
el folio.
Con los ojos cerrados, ensimismada
en sus fantasías fantasmales y en sus mensajes secretos, notó como su mano, sin
responder a sus órdenes, se desplazaba ligeramente. -¡yo no he sido, el lápiz
se ha movido sólo! -exclamó entusiasmada. Trató de averiguar por la trayectoria
de su mano, qué estaría escribiendo, aunque le resulto imposible. Por los minutos que habían pasado y por el
desplazamiento del lápiz de un lado a otro del papel, intuyó que ya no cabría en
el arrugado folio ni una sola coma. Expectante abrió los ojos. -¿Pero qué es
esto? Todo está lleno de rayones y garabatos ilegibles. ¿Es que los fantasmas
no saben escribir?- refunfuñó desilusionada.
Respiró profundamente, cerró los
ojos de nuevo y evocó en voz alta a cualquier espíritu que quisiera manifestarse. Sin
hacerse esperar, los movimientos de su mano tomaron tal velocidad y fuerza que
su curiosidad se torno en pánico. Una mano invisible apretaba tan fuertemente la suya contra el lápiz, que éste hubiera perforado el
papel de no ser por la sólida madera de
la mesa. Sentía como su mano repetía
violentamente, una y otra vez, el mismo patrón. Aterrorizada, abrió los ojos y su mano se detuvo en
seco. En aquel papel, apareció remarcado
varias veces sobre sí mismo el símbolo del infinito.
Con la boca seca, el corazón
agitado, y sus manos temblorosas, encendió
la luz. Se acostó en la cama intentando
tranquilizarse a sí misma como si
fuera otra persona quien lo hiciera.
-
Elena, no ocurre nada- pensaba en silencio. –
Esas cosas de fantasmas sólo ocurren en
las películas. Lo más lógico es que tu inconsciente te haya jugado una mala
pasada. Tal vez, fuera tu propio deseo de vivir experiencias nuevas y de
enfrentarte a lo desconocido, lo que produjo el movimiento de tu mano. No
tienes de qué preocuparte-.
Un poco más relajada, intentó conciliar el sueño. –Seguro que
mañana ya habré olvidado todo- se objetó. Se giró sobre sí misma y aún en el negro de la noche, se vio reflejada
en el gran espejo que recubría las puertas de su armario. Miró con atención a aquel espejo ante el que
se acicalaba cada día y un extraño rayo escalofriante, que le advertía de algún
peligro, recorrió su cuerpo. - ¿y si al mirarlo
viera en él a algún fantasma?- se preguntó angustiosa- me moriría del susto-. Aquello
la mantenía en vela. –Mejor será que me levanté y abra esas dichosas puertas-
murmuró entre dientes. – Siempre será mejor ver mi ropa colgada que ver a un
posible fantasma-. A oscuras, se levantó de un brinco y dio varios pasos antes de llegar hasta
ellas. Fue justo entonces cuando delante
del espejo, con la mano ya extendida para tirar del pomo, sintió un aire helado
en su nuca. No le había dado tiempo a
exclamar su asombro, cuando al inspirar, un aire hediondo impregnó sus
mucosas. Alguien se encontraba a sus
espaldas. Tal vez fuera el sexto
sentido, pero sin verlo supo, sin ningún tipo de dudas, que era un hombre. Un
hombre moreno con barba hirsuta y ojos furibundos que la horadaban hasta lo más
profundo de su ser. Un hombre que deseaba descargar sobre ella un odio atroz.
En su desesperación salió de su
habitación y corrió por el largo pasillo que la separaba hasta el salón donde
se encontraban sus padres. ¿Qué te pasa, Elena? Estás muy pálida– farfulló la
madre, mientras se levantaba preocupada de su sillón verde. –Nada, mama. Sólo
he tenido una pesadilla- mintió Elena, ocultando lo sucedido. -¿Podría quedarme
a dormir esta noche con vosotros?-. – Claro, cariño, pero sólo por esta noche-
le respondió su madre dulcemente mientras le acariciaba el cabello.
Amaneció y Elena se levantó con
cierto optimismo. Los primeros rayos de sol parecían haber derretido aquella
maldita noche. Suspiró aliviada. Como cada mañana, se metió en la ducha, y
mientras se relajaba bajo el chorro de agua caliente, un dedo invisible
aprovechaba el vaho de la humedad para dibujar en el espejo el símbolo del
infinito. Para aquel hombre de barba hirsuta y ojos furibundos, el juego acababa
de empezar.
Cristina Candela